jueves, 5 de enero de 2012

Aprendizaje empírico

-¡Pedro- gritó mamá-, levántate!
Pedro se despertó aún cansado por lo ocurrido la noche anterior junto a Marco con quien casi siempre salía por las tardes a “huevear”: aquel término tan coloquial por aquellos días. Aún recostado miró su reloj despertador: ocho en punto. ¡Ni siquiera los sábados!, piensa. Sus párpados le pesaban, la languidez de su rostro denotaba que las 10 horas no habían sido suficientes para expulsar totalmente la extenuación de su cuerpo y de su mente, que ahora, paulatinamente, nublaba su vista. No se levantaría hasta que su madre tocara su puerta como queriendo derribarla. ¿Todos los días lo mismo, Pedrito? ¿Era tu vida tan esquematizada y automática que no había emoción alguna cuando el primer rayo del sol introducía el gran espectáculo luminoso que acontecía en el alba y, majestuoso, penetraba tu ventana iluminando aquella, tradicionalmente, soporífera habitación?
Pedro tenía 16 años y cursaba el último año escolar, a diferencia de Marco, quien a sus 19 años había decidido llevar una vida despreocupada.
-Sin ataduras- le había dicho una tarde-. Deberías aprender de mí, Pedrito: sin profesores, sin cadenas que me mantengan atado a seguir el cliché de gente bien.
-Hablas piedras- decía Pedro y siempre discrepaban en el aspecto de los estudios, pero terminaban amistándose de nuevo. Lo increíble para Pedro era que a pesar de su estilo de vida, él aprendía mucho de Marco. Quizás porque la vida era dura, piensa.
Y así se pasaban las tardes, entre discusiones y conversaciones donde buscaban el mutuo acuerdo para que Pedro pudiera llevar algún pensamiento a casa el cual canalizado se tornaba constructivo. Allí se mataría toda la noche dándole vuelta y vuelta a lo amorfo, intentando otorgarle una forma definida como convencional, porque su perspectiva jamás debía torcerse con “pensamientos banales”, como los llamaba mamá.
Sin embargo, la noche anterior fue trágica, Pedrito, y muy confusa. Saliste a las seis de la tarde, fuiste a su casa y esperaste un largo rato después de tocar el timbre, pero no aparecía. Te pareció raro, pero no lo suficiente como para ser perturbador. Deambulaste por el parque, ahí encontraste a un grupo de tus amigos y pensaste en que quizás ellos sabrían sobre Marco.
-Quizás está “volando”- dijo Marcelo socarronamente, como burlándose, Pedrito, y la risa se fue contagiando entre sus acompañantes. ¿Volando, Pedrito? ¿Era, acaso, alguna especie de broma contemporánea? Y cuando Marcelo se llevó dos dedos estirados a su boca y aspiró algo imaginario  a la vez que los otros lo imitaban generando la efervescencia colectiva y tu tirria, fue recién cuando ocurrió: Sinapsis, Pedrito. ¿Sería posible?
Corriste en dirección a su casa con miedo y con curiosidad por descubrir si era cierto. Rogándole a tu dios por que todo haya sido un malentendido, que hayas exagerado las cosas, dejando atrás las estruendosas carcajadas que se burlaban despiadadamente de tu ingenuidad, Pedrito.
Llegaste y encontraste la puerta entreabierta, como invitándote a entrar, piensas; y fue apenas al ingresar cuando sentiste aquel olor nauseabundo, cuando lo encontraste en su mueble recostado en medio de un muladar: los vasos de whisky yacían sobre la alfombra y las colillas de los cigarros se perdían entre las cenizas que, desparramadas por toda la habitación, acentuaban con mucha más vehemencia la sobriedad de la escena. La nube de humo que te ahogaba y la amalgama de olores que producían uno nuevo más bien putrefacto, ¿los recuerdas, Pedrito? Sin embargo, no eran los puchos, no eran aquellos tubos los que emanaban aquel olor hediondo, aquel olor a gente muerta, a conciencia muerta, Pedrito. Era la droga, era el opio lo que generaba en ti los mareos y en él los desvaríos. No lo podías creer, Pedrito. ¿O no lo podías creer? Porque él había sido un maestro para ti, porque su filosofía poco mundana era para ti una nueva corriente, un vanguardismo puro, porque no querías que la imagen de un majestuoso y muy ilustre mentor se vea corrompida por el pobre infeliz recostado en el sillón: lívido, desvanecido, exangüe.
Pedro salió de la casa apresurado, todo el cuerpo le temblaba y sentía en cada parte de su soma el palpitar de su corazón. Regresó al parque donde hace un momento habían tenido lugar los vituperios en forma de risotadas. Se sentó y desahogó sus emociones a través de las lágrimas. Sabía que nunca más lo volvería a ver y que aun si lo hiciera no sería lo mismo. Sintió impotencia por no haber podido ayudarlo, por no haber podido darse cuenta. Sus pensamientos eran muy singulares, casi anormales, piensa. Se levantó, volteó a verla por última vez y resignado retornó a casa.
-¡Pedro!- Gritó mamá, esta vez su voz era mucho más enérgica.
Miró el reloj: ocho y media. Se levantó, se puso su camiseta, su short y sus zapatillas, y se despidió de mamá con un beso en la mejilla: Iré a correr una hora. Corrió, tratando de evadir cualquier pensamiento que no guarde relación con el jogging, mas no pudo eludir el ostentoso letrero de “en venta”, el cual corroboró sus vaticinios de la noche anterior. Nunca más volvió a verlo; sin embargo, la semillita platónica que había sembrado él en su alma comenzaba a germinar: sin ataduras, sin cadenas.

Alma fértil

Cual semilla, emergiste de la tierra de mi psique;
Regada por el empirismo y la filosofía de antaño.
Tus ramas se extendieron por completo
Hasta llenar de una primavera de ilusiones
Cada lúgubre vacío que permanecía aún en el escepticismo.
El tronco, siempre erguido, consolidó en su interior
Los abigarrados sueños que cimentaron el cambio.

El vaivén de mi vida,
Los copiosos pensamientos que circundaban mi mente
Y mi espontánea curiosidad
Influyeron en la pizca de subjetividad con la cual estaría aliñada mi personalidad.

El ojo esquizoide de la imaginación
Planteó nuevas Ítacas a mi velero descubridor de nuevos mundos,
El cual divagó durante mi niñez sin un sino aparente en el mar de la incertidumbre
Y fue el efusivo naturalismo (propiamente joven)
El cual exhortó a Éolo, quien con ráfagas y vientos guió mi velero.


Hasta el día en que el árbol se secó,
En que aquel vacío neutral se amplió
Y se llenó de dogmas y cánones de escuelas convencionales
Que violaban, por completo, la filosofía arraigada.
Hasta el día en que mi mar y mi velero desaparecieron por completo
Y dejaron la categoría de metáfora
Para convertirse en sandez.

Hoy el árbol intenta germinar de nuevo,
En una tierra para muchos estéril,
En una tierra aún -para mí- con los minerales de la juventud,
Propicios para una nueva semilla,
Para un nuevo velero,
Para un nuevo mar.

martes, 3 de enero de 2012

Efemérides

(…)Y es así, Luciana. Sé que juré que nunca volvería a saludarte, ni una palabra, pero me es difícil (casi imposible) cumplir mi promesa. Sé que al verte, los recuerdos de ti me desgarran el alma y mi cuerpo se estremece y acabo desganado y sin “algún propósito en la vida”, pero aceptaré el riesgo; después de todo la tristeza no mata, ¿verdad?
El cielo comienza a oscurecerse y consigo lleva un manto estrellado en cuyo panorama de pequeño y en sueños creías volar. La niñez: aquella etapa sin preocupaciones, donde tus únicos deberes eran darle un beso a mamá y uno a papá.
Terminas de escribir algo que bien podría convertirse en un best-seller si tuvieras la disposición necesaria. Aquella disposición de la cual te creías lleno durante la secundaria, cuando redactabas pequeñas historias que tuvieron gran acogida; aquella disposición que Luciana te arrebató cuando viajó y nunca volvió. Pobre Stefano, ¿creíste que no existían las musas, que no eran coetáneas? ¿Creíste que el bichito jamás te picaría? Siempre tan frío, creyendo que al fin habías hallado la forma de evadir esas emociones “inmaduras”, como las catalogabas. Todo un témpano, Stefano; sin embargo, Luciana apareció y, sin saber, derritió tus entrañas. Luego partió y eras consciente que debías superarlo, pero ¿cómo?
Viste tu escritorio y observaste el lápiz que descansaba sobre el papel con curiosidad. ¿Y si?, piensas. Volviste a sentarte frente a la lámpara y decidiste regresar a aquella época de escritor empedernido, cuya la pluma recorría el papel dejando a su paso palabras que cautivaban a la gente; quienes, sin embargo, jamás denotarían el sentido completo de cada grafía (jamás las contextualizarían, Stefano); palabras llenas de sentimiento, de ti; de Luciana. Te alegrabas cuando aquella inspiración como un halo se apoderaba de tu cuerpo; era ella, piensas, su imagen etérea de doncella era como agua para tu sedienta alma, sedienta de amor. Mierda: el bichito otra vez. Dejaste el lápiz a un costado cuando creíste que ya estaba listo, sonreíste y dirigiste tu mirada hacia la redonda fuente de luz en el cielo que competía contra la, también, muy luminosa torre Eiffel en alumbrar la magnífica ciudad luz. “Cuando veas la luna llena, recuérdame y recuerda que no existe la lejanía, que no es más que un término creado por los mediocres”. ¿Pensaría ella, en este momento, en ti? ¿Se acordaría, siquiera, de aquellas palabras?
Déjate de cojudeces, piensas. Por supuesto que no pensaba en ti, y seguro ni se acordaría de aquella babosada, seguro lo dijo por decir, circunstancialmente.
Luciana observaba la ventana: las luces estaban aún encendidas. ¿Habrías retomado la literatura? Decidió quedarse ahí, sería muy imprudente de su parte llamarlo o tocar su puerta, esperó sentada en la acera a que apagara sus luces; dulces sueños, Stefano.
Se dirigió a su carro y ahí la vio: la luna llena como un foco gigante iluminaba la ciudad e iluminaba su memoria, recordándole a Stefano. ¿Se acordaría aún? Vaciló un momento reflexionando en la posibilidad de que fuera cierto y justo cuando una sonrisa comenzaba a dibujarse en su muy lozano rostro, dio el veredicto final: imposible.