-¡Pedro- gritó mamá-, levántate!
Pedro se despertó aún cansado por lo ocurrido la noche anterior junto a Marco con quien casi siempre salía por las tardes a “huevear”: aquel término tan coloquial por aquellos días. Aún recostado miró su reloj despertador: ocho en punto. ¡Ni siquiera los sábados!, piensa. Sus párpados le pesaban, la languidez de su rostro denotaba que las 10 horas no habían sido suficientes para expulsar totalmente la extenuación de su cuerpo y de su mente, que ahora, paulatinamente, nublaba su vista. No se levantaría hasta que su madre tocara su puerta como queriendo derribarla. ¿Todos los días lo mismo, Pedrito? ¿Era tu vida tan esquematizada y automática que no había emoción alguna cuando el primer rayo del sol introducía el gran espectáculo luminoso que acontecía en el alba y, majestuoso, penetraba tu ventana iluminando aquella, tradicionalmente, soporífera habitación?
Pedro tenía 16 años y cursaba el último año escolar, a diferencia de Marco, quien a sus 19 años había decidido llevar una vida despreocupada.
-Sin ataduras- le había dicho una tarde-. Deberías aprender de mí, Pedrito: sin profesores, sin cadenas que me mantengan atado a seguir el cliché de gente bien.
-Hablas piedras- decía Pedro y siempre discrepaban en el aspecto de los estudios, pero terminaban amistándose de nuevo. Lo increíble para Pedro era que a pesar de su estilo de vida, él aprendía mucho de Marco. Quizás porque la vida era dura, piensa.
Y así se pasaban las tardes, entre discusiones y conversaciones donde buscaban el mutuo acuerdo para que Pedro pudiera llevar algún pensamiento a casa el cual canalizado se tornaba constructivo. Allí se mataría toda la noche dándole vuelta y vuelta a lo amorfo, intentando otorgarle una forma definida como convencional, porque su perspectiva jamás debía torcerse con “pensamientos banales”, como los llamaba mamá.
Sin embargo, la noche anterior fue trágica, Pedrito, y muy confusa. Saliste a las seis de la tarde, fuiste a su casa y esperaste un largo rato después de tocar el timbre, pero no aparecía. Te pareció raro, pero no lo suficiente como para ser perturbador. Deambulaste por el parque, ahí encontraste a un grupo de tus amigos y pensaste en que quizás ellos sabrían sobre Marco.
-Quizás está “volando”- dijo Marcelo socarronamente, como burlándose, Pedrito, y la risa se fue contagiando entre sus acompañantes. ¿Volando, Pedrito? ¿Era, acaso, alguna especie de broma contemporánea? Y cuando Marcelo se llevó dos dedos estirados a su boca y aspiró algo imaginario a la vez que los otros lo imitaban generando la efervescencia colectiva y tu tirria, fue recién cuando ocurrió: Sinapsis, Pedrito. ¿Sería posible?
Corriste en dirección a su casa con miedo y con curiosidad por descubrir si era cierto. Rogándole a tu dios por que todo haya sido un malentendido, que hayas exagerado las cosas, dejando atrás las estruendosas carcajadas que se burlaban despiadadamente de tu ingenuidad, Pedrito.
Llegaste y encontraste la puerta entreabierta, como invitándote a entrar, piensas; y fue apenas al ingresar cuando sentiste aquel olor nauseabundo, cuando lo encontraste en su mueble recostado en medio de un muladar: los vasos de whisky yacían sobre la alfombra y las colillas de los cigarros se perdían entre las cenizas que, desparramadas por toda la habitación, acentuaban con mucha más vehemencia la sobriedad de la escena. La nube de humo que te ahogaba y la amalgama de olores que producían uno nuevo más bien putrefacto, ¿los recuerdas, Pedrito? Sin embargo, no eran los puchos, no eran aquellos tubos los que emanaban aquel olor hediondo, aquel olor a gente muerta, a conciencia muerta, Pedrito. Era la droga, era el opio lo que generaba en ti los mareos y en él los desvaríos. No lo podías creer, Pedrito. ¿O no lo podías creer? Porque él había sido un maestro para ti, porque su filosofía poco mundana era para ti una nueva corriente, un vanguardismo puro, porque no querías que la imagen de un majestuoso y muy ilustre mentor se vea corrompida por el pobre infeliz recostado en el sillón: lívido, desvanecido, exangüe.
Pedro salió de la casa apresurado, todo el cuerpo le temblaba y sentía en cada parte de su soma el palpitar de su corazón. Regresó al parque donde hace un momento habían tenido lugar los vituperios en forma de risotadas. Se sentó y desahogó sus emociones a través de las lágrimas. Sabía que nunca más lo volvería a ver y que aun si lo hiciera no sería lo mismo. Sintió impotencia por no haber podido ayudarlo, por no haber podido darse cuenta. Sus pensamientos eran muy singulares, casi anormales, piensa. Se levantó, volteó a verla por última vez y resignado retornó a casa.
-¡Pedro!- Gritó mamá, esta vez su voz era mucho más enérgica.
Miró el reloj: ocho y media. Se levantó, se puso su camiseta, su short y sus zapatillas, y se despidió de mamá con un beso en la mejilla: Iré a correr una hora. Corrió, tratando de evadir cualquier pensamiento que no guarde relación con el jogging, mas no pudo eludir el ostentoso letrero de “en venta”, el cual corroboró sus vaticinios de la noche anterior. Nunca más volvió a verlo; sin embargo, la semillita platónica que había sembrado él en su alma comenzaba a germinar: sin ataduras, sin cadenas.