jueves, 5 de enero de 2012

Aprendizaje empírico

-¡Pedro- gritó mamá-, levántate!
Pedro se despertó aún cansado por lo ocurrido la noche anterior junto a Marco con quien casi siempre salía por las tardes a “huevear”: aquel término tan coloquial por aquellos días. Aún recostado miró su reloj despertador: ocho en punto. ¡Ni siquiera los sábados!, piensa. Sus párpados le pesaban, la languidez de su rostro denotaba que las 10 horas no habían sido suficientes para expulsar totalmente la extenuación de su cuerpo y de su mente, que ahora, paulatinamente, nublaba su vista. No se levantaría hasta que su madre tocara su puerta como queriendo derribarla. ¿Todos los días lo mismo, Pedrito? ¿Era tu vida tan esquematizada y automática que no había emoción alguna cuando el primer rayo del sol introducía el gran espectáculo luminoso que acontecía en el alba y, majestuoso, penetraba tu ventana iluminando aquella, tradicionalmente, soporífera habitación?
Pedro tenía 16 años y cursaba el último año escolar, a diferencia de Marco, quien a sus 19 años había decidido llevar una vida despreocupada.
-Sin ataduras- le había dicho una tarde-. Deberías aprender de mí, Pedrito: sin profesores, sin cadenas que me mantengan atado a seguir el cliché de gente bien.
-Hablas piedras- decía Pedro y siempre discrepaban en el aspecto de los estudios, pero terminaban amistándose de nuevo. Lo increíble para Pedro era que a pesar de su estilo de vida, él aprendía mucho de Marco. Quizás porque la vida era dura, piensa.
Y así se pasaban las tardes, entre discusiones y conversaciones donde buscaban el mutuo acuerdo para que Pedro pudiera llevar algún pensamiento a casa el cual canalizado se tornaba constructivo. Allí se mataría toda la noche dándole vuelta y vuelta a lo amorfo, intentando otorgarle una forma definida como convencional, porque su perspectiva jamás debía torcerse con “pensamientos banales”, como los llamaba mamá.
Sin embargo, la noche anterior fue trágica, Pedrito, y muy confusa. Saliste a las seis de la tarde, fuiste a su casa y esperaste un largo rato después de tocar el timbre, pero no aparecía. Te pareció raro, pero no lo suficiente como para ser perturbador. Deambulaste por el parque, ahí encontraste a un grupo de tus amigos y pensaste en que quizás ellos sabrían sobre Marco.
-Quizás está “volando”- dijo Marcelo socarronamente, como burlándose, Pedrito, y la risa se fue contagiando entre sus acompañantes. ¿Volando, Pedrito? ¿Era, acaso, alguna especie de broma contemporánea? Y cuando Marcelo se llevó dos dedos estirados a su boca y aspiró algo imaginario  a la vez que los otros lo imitaban generando la efervescencia colectiva y tu tirria, fue recién cuando ocurrió: Sinapsis, Pedrito. ¿Sería posible?
Corriste en dirección a su casa con miedo y con curiosidad por descubrir si era cierto. Rogándole a tu dios por que todo haya sido un malentendido, que hayas exagerado las cosas, dejando atrás las estruendosas carcajadas que se burlaban despiadadamente de tu ingenuidad, Pedrito.
Llegaste y encontraste la puerta entreabierta, como invitándote a entrar, piensas; y fue apenas al ingresar cuando sentiste aquel olor nauseabundo, cuando lo encontraste en su mueble recostado en medio de un muladar: los vasos de whisky yacían sobre la alfombra y las colillas de los cigarros se perdían entre las cenizas que, desparramadas por toda la habitación, acentuaban con mucha más vehemencia la sobriedad de la escena. La nube de humo que te ahogaba y la amalgama de olores que producían uno nuevo más bien putrefacto, ¿los recuerdas, Pedrito? Sin embargo, no eran los puchos, no eran aquellos tubos los que emanaban aquel olor hediondo, aquel olor a gente muerta, a conciencia muerta, Pedrito. Era la droga, era el opio lo que generaba en ti los mareos y en él los desvaríos. No lo podías creer, Pedrito. ¿O no lo podías creer? Porque él había sido un maestro para ti, porque su filosofía poco mundana era para ti una nueva corriente, un vanguardismo puro, porque no querías que la imagen de un majestuoso y muy ilustre mentor se vea corrompida por el pobre infeliz recostado en el sillón: lívido, desvanecido, exangüe.
Pedro salió de la casa apresurado, todo el cuerpo le temblaba y sentía en cada parte de su soma el palpitar de su corazón. Regresó al parque donde hace un momento habían tenido lugar los vituperios en forma de risotadas. Se sentó y desahogó sus emociones a través de las lágrimas. Sabía que nunca más lo volvería a ver y que aun si lo hiciera no sería lo mismo. Sintió impotencia por no haber podido ayudarlo, por no haber podido darse cuenta. Sus pensamientos eran muy singulares, casi anormales, piensa. Se levantó, volteó a verla por última vez y resignado retornó a casa.
-¡Pedro!- Gritó mamá, esta vez su voz era mucho más enérgica.
Miró el reloj: ocho y media. Se levantó, se puso su camiseta, su short y sus zapatillas, y se despidió de mamá con un beso en la mejilla: Iré a correr una hora. Corrió, tratando de evadir cualquier pensamiento que no guarde relación con el jogging, mas no pudo eludir el ostentoso letrero de “en venta”, el cual corroboró sus vaticinios de la noche anterior. Nunca más volvió a verlo; sin embargo, la semillita platónica que había sembrado él en su alma comenzaba a germinar: sin ataduras, sin cadenas.

Alma fértil

Cual semilla, emergiste de la tierra de mi psique;
Regada por el empirismo y la filosofía de antaño.
Tus ramas se extendieron por completo
Hasta llenar de una primavera de ilusiones
Cada lúgubre vacío que permanecía aún en el escepticismo.
El tronco, siempre erguido, consolidó en su interior
Los abigarrados sueños que cimentaron el cambio.

El vaivén de mi vida,
Los copiosos pensamientos que circundaban mi mente
Y mi espontánea curiosidad
Influyeron en la pizca de subjetividad con la cual estaría aliñada mi personalidad.

El ojo esquizoide de la imaginación
Planteó nuevas Ítacas a mi velero descubridor de nuevos mundos,
El cual divagó durante mi niñez sin un sino aparente en el mar de la incertidumbre
Y fue el efusivo naturalismo (propiamente joven)
El cual exhortó a Éolo, quien con ráfagas y vientos guió mi velero.


Hasta el día en que el árbol se secó,
En que aquel vacío neutral se amplió
Y se llenó de dogmas y cánones de escuelas convencionales
Que violaban, por completo, la filosofía arraigada.
Hasta el día en que mi mar y mi velero desaparecieron por completo
Y dejaron la categoría de metáfora
Para convertirse en sandez.

Hoy el árbol intenta germinar de nuevo,
En una tierra para muchos estéril,
En una tierra aún -para mí- con los minerales de la juventud,
Propicios para una nueva semilla,
Para un nuevo velero,
Para un nuevo mar.

martes, 3 de enero de 2012

Efemérides

(…)Y es así, Luciana. Sé que juré que nunca volvería a saludarte, ni una palabra, pero me es difícil (casi imposible) cumplir mi promesa. Sé que al verte, los recuerdos de ti me desgarran el alma y mi cuerpo se estremece y acabo desganado y sin “algún propósito en la vida”, pero aceptaré el riesgo; después de todo la tristeza no mata, ¿verdad?
El cielo comienza a oscurecerse y consigo lleva un manto estrellado en cuyo panorama de pequeño y en sueños creías volar. La niñez: aquella etapa sin preocupaciones, donde tus únicos deberes eran darle un beso a mamá y uno a papá.
Terminas de escribir algo que bien podría convertirse en un best-seller si tuvieras la disposición necesaria. Aquella disposición de la cual te creías lleno durante la secundaria, cuando redactabas pequeñas historias que tuvieron gran acogida; aquella disposición que Luciana te arrebató cuando viajó y nunca volvió. Pobre Stefano, ¿creíste que no existían las musas, que no eran coetáneas? ¿Creíste que el bichito jamás te picaría? Siempre tan frío, creyendo que al fin habías hallado la forma de evadir esas emociones “inmaduras”, como las catalogabas. Todo un témpano, Stefano; sin embargo, Luciana apareció y, sin saber, derritió tus entrañas. Luego partió y eras consciente que debías superarlo, pero ¿cómo?
Viste tu escritorio y observaste el lápiz que descansaba sobre el papel con curiosidad. ¿Y si?, piensas. Volviste a sentarte frente a la lámpara y decidiste regresar a aquella época de escritor empedernido, cuya la pluma recorría el papel dejando a su paso palabras que cautivaban a la gente; quienes, sin embargo, jamás denotarían el sentido completo de cada grafía (jamás las contextualizarían, Stefano); palabras llenas de sentimiento, de ti; de Luciana. Te alegrabas cuando aquella inspiración como un halo se apoderaba de tu cuerpo; era ella, piensas, su imagen etérea de doncella era como agua para tu sedienta alma, sedienta de amor. Mierda: el bichito otra vez. Dejaste el lápiz a un costado cuando creíste que ya estaba listo, sonreíste y dirigiste tu mirada hacia la redonda fuente de luz en el cielo que competía contra la, también, muy luminosa torre Eiffel en alumbrar la magnífica ciudad luz. “Cuando veas la luna llena, recuérdame y recuerda que no existe la lejanía, que no es más que un término creado por los mediocres”. ¿Pensaría ella, en este momento, en ti? ¿Se acordaría, siquiera, de aquellas palabras?
Déjate de cojudeces, piensas. Por supuesto que no pensaba en ti, y seguro ni se acordaría de aquella babosada, seguro lo dijo por decir, circunstancialmente.
Luciana observaba la ventana: las luces estaban aún encendidas. ¿Habrías retomado la literatura? Decidió quedarse ahí, sería muy imprudente de su parte llamarlo o tocar su puerta, esperó sentada en la acera a que apagara sus luces; dulces sueños, Stefano.
Se dirigió a su carro y ahí la vio: la luna llena como un foco gigante iluminaba la ciudad e iluminaba su memoria, recordándole a Stefano. ¿Se acordaría aún? Vaciló un momento reflexionando en la posibilidad de que fuera cierto y justo cuando una sonrisa comenzaba a dibujarse en su muy lozano rostro, dio el veredicto final: imposible.

viernes, 23 de diciembre de 2011

El martillo y la hoz

Beto camina lentamente en la acera, ensimismado y absorto en sus pensamientos, dobla a la derecha y prosigue hasta llegar a la cuadra cinco. Ahí espera sentado viendo a la gente entrar al bar por unos tragos. Se concentra mucho; su mente vuela a remotos lugares que solía visitar gracias a aquel polvito mágico que “un huevón de por ahí” le dio; sin embargo, esta vez no había aspirado sino el mismo aire contaminado muy propio de Lima. Quizás fui yo, piensa, solo yo. Se pregunta: ¿Placebo?

Las gotas gordas de una aparente fuerte lluvia descienden estrepitosamente hasta llegar a la superficie, ahí comienzan a surgir pequeñas sombras que van cubriéndolo todo de a pocos. Había sido ese un muy frío invierno, pero a Beto no parecía importarle. Llueva o no llueva daba lo mismo, piensa. Desde aquel verano en la cárcel no había vuelto a ver el sol sobre Lima, majestuoso y radiante, llenando de luz las calles y las almas, piensa; desde aquel verano una coraza había crecido alrededor de él y era ese blindaje personal el que lo protegía de cualquier monzón de sentimientos, de remordimientos, piensa. Sin embargo, los pensamientos aún circulaban en su cabeza y su mente, transportándolo a aquellas lecciones con el doctor Krebs, un catedrático obstinado en inculcar la teoría freudiana en cada uno con el que dialogaba; donde el esquema mental fue lo que más llamó su atención. ¿Sería posible, Beto? ¿Serías como ese gran iceberg? ¿Un estudiante común y silvestre en la superficie, y un gran antagonista en tus cimientos? Aun así, tu ideología senderista se inició con el materialismo dialéctico de Solórzano; a partir de ese momento, la hoz y el martillo se tatuaron en tu alma y en tu mente, las escuelas filosóficas que convergieron inicialmente con tu bisoño pensamiento universitario se apartaron completamente de tu cabeza, y tus idolatrías las absorbió por completamente un peculiar personaje de apellido Guzmán: jefe y cabecilla de una “escuela” recién formada que te hizo ver el mundo con otros ojos. Con el tiempo esa nueva perspectiva se fue consolidando hasta convertirse en un canon de tu propio movimiento.

Cambiaste desde ese momento. Siempre muy a la defensiva, Betito; tu rostro se tornó totalmente adusto y, en tu mundo, creíste ser un justiciero, un idealista único que había nacido para acabar con la aristocracia y la injusticia. Te llenaron de mierda la cabeza, Betito. Pobre Beto, ¿te sentías especial?, ¿fue eso? ¿O fue que te gustó tu nueva pinta, porque atraía más mujeres en las reuniones de tu logia? ¡Eran putas, Betito!, les pagaban para ilusionarte, te hacían creer. Pero ya era tarde, todos esos “dogmas” ya habían penetrado tu ser por completo y como un robot te movías de acuerdo a las indicaciones de Guzmán, eras una ficha más en ese tablero creyendo ganar la partida. Como si existiera siquiera partida alguna, Betito.

El tiempo transcurrió y seguiste “madurando” como justiciero, tu constancia de adultez fue aquella gran metralleta. ¿Lloraste ese día? ¿Lo consideraste un honor?, ¿a cuántos te “encargaron”, Betito? ¿Diez, doce, veinte tombos? Y llevabas sus placas como trofeo y agradecimiento a tu seudodios, un seudodios que de perfección no tenía absolutamente nada. Pero ahora te encontrabas solo, abandonado, aún sediento de “justicia” y con tan solo una navaja en el bolsillo. ¿A quién habías visto? ¿O te era habitual sentarte en Alcanfores a las 10 de la noche “viendo a la gente pasar”? No lo creo, Betito.

Beto mira su reloj: diez y cuarto. La lluvia había cesado y él estaba un poco mojado. Se levanta y mira de reojo por la ventana del bar y lo ve ahí sentado y riéndose, el conchesumare. Sus ojos se llenaron de ira, parecía una fiera a punto de atacar a su presa.
Ketín Vidal otrora mayor de la policía; el hijueputa que me encerró, piensa. El hijueputa que junto a otros lograron capturar a gran parte de aquel movimiento subversivo, matando a muchos de los integrantes y desgraciándoles la vida a muchos otros.
La mano le tiembla, se para y toca su bolsillo abultado por la navaja como si fuera a darle energía. Entra en pánico. Se tranquiliza. Le suda la frente. Se tranquiliza. Le tiemblan las piernas pero aun así quiere vengarse.

- Conchetumare.

Beto entra estrepitosamente con navaja en mano directamente hacia donde estaba Vidal. La gente entra en pánico y se oculta donde puede. De pronto se oye un disparo y todo se suma en un silencio absoluto.
Pasó tan lento, Beto. Sentiste que algo caliente caía por tu piel: el líquido rojo corría mezclándose con las gotas de la lluvia y tiñéndolo todo a su paso, todo se desvanecía a su alrededor. Te caías y el charco de sangre se formaba de a pocos como la lluvia. Esto no debería estar pasando, piensas. Él debió morir, no tú. ¿Pero en qué te habías equivocado? Tú no podías equivocarte. Ni siquiera allí, Betito. Ni siquiera allí te dabas cuenta de la utopía en la que estabas inmerso. El frío comenzaba a apoderarse de ti, la coraza no te servía en ese instante. Te desangrabas y nadie te ayudaba; te morías y todos impertérritos ante la escena, te morías y nadie hacía nada. ¿Por qué?, te preguntas. Te morías como un soldado más creyendo haber hecho lo correcto; morías como un peón desorientado que creía estar en el sendero correcto, en el sendero luminoso de la justicia, pero no eras otra cosa que una ficha más del montón, cegado por esa “luminosidad”. Una ficha que nunca supo que el jaque mate ya se lo habían hecho hace mucho tiempo.

domingo, 5 de junio de 2011

El burgués y la dictadura

El senador Medina se levantó con el primer rayo del sol, bajó a la cocina sigilosamente, pues no quería que ni su esposa ni sus hijos se levantaran; le gustaba hacer sus cosas solo. Se sirvió un vaso de yogur y lo acompañó con un par de tostadas. Subió de nuevo a su recámara, se puso su terno, se dirigió a la biblioteca y de allí sacó un par de carpetas y su maletín de cuero. Luego abrió la puerta de la cochera, se subió a su camioneta y manejó directo a Palacio. Llegó a su despacho 10 minutos tarde, lo cual le disgustaba. Se sentó y comenzó a ordenar su escritorio, limpió el  portarretratos donde se hallaba una fotografía  de él y su esposa e hijos, sonriendo; como una familia perfecta, piensa. Sintió unos pasos y la puerta se abrió.
―Carlitos, Javier quiere verte, dice que es urgente.
―En seguida voy, Sabueso.
Era Fernando (el Sabueso) su gran amigo de la secundaria y ahora colega, él trabajaba en el área de recursos humanos. Desde que el(la) presidente había iniciado su mandato(hacía ya un año), estaba realmente ocupado y lo veía muy pocas veces.
Salió de su oficina con esos pensamientos, cuando de repente escuchó dos voces familiares discutiendo en el pasillo. Decidió acercarse cuidadosamente y espiar.
―Esos imbéciles nos la van a pagar―dijo Manrique―. Les va a costar muy caro esa conspiración.
―Creen que pueden atentar contra el régimen―dijo Lavalle―. Pero recuerda que el presidente nos pidió cautela, mucha cautela.
―Exacto, que parezca un accidente―dijo Manrique.
―Esos cholos de mierda jamás se darán cuenta―dijo Lavalle―. Ahora mismo le encargaré al Sabueso que les envíe una carta de disculpas y cuando menos lo piensen los mandamos fusilar.
―Tranquilo, tranquilo Lavalle―lo calmó Manrique―, lo último que queremos son escándalos. Hoy le pondré al tanto al senador y él nos brindará el apoyo necesario. Los simpatizantes del régimen debemos quedarnos como víctimas. Aun así, a lo mucho esos cholos se irán a la carceleta, porque si los fichamos de una vez, la prensa nos va a joder.
―Pero El Comercio va a estar contento de que metamos a esos rebeldes al hueco―afirmó Lavalle―, simplemente hay que pulsearlos y con un fajo de billetes caen esos desgraciados.
―De acuerdo, de acuerdo―dijo Manrique―. Pero no podemos actuar solos. El régimen debe mantenerse inmaculado. Ahora voy a estar en mi oficina, cuando veas al senador o a su secretaria pregúntale si puede recibirme en su despacho.
―De acuerdo―aceptó Lavalle.
Se estrecharon las manos y cada uno se fue a su respectiva oficina.                    Medina estaba indignado por lo que acababa de escuchar, le parecía increíble que la libertad de expresión vuelva a ser restringida. Su cabeza dio vueltas y se dio cuenta que el ochenio se repetiría y que las promesas se habían quedado estancadas en el olvido. Como siempre, piensa. Se dirigió al despacho de Javier, ensimismado, aún.
―Lo siento, senador―dijo su secretaria―, el señor Pérez está en una reunión muy importante y pidió que no lo molestara nadie.
―De acuerdo, en ese caso regresaré más tarde―dijo resignado Medina.
―No, espere―dijo la secretaria mientras revolvía unos papeles sobre su escritorio―. Me dejó esta carpeta para usted.
―Muchas gracias, hasta luego.
―Hasta luego senador.
Al llegar a su oficina se dio con la sorpresa que Pérez le informaba por medio de ese documento sobre un supuesto “ajuste de cuentas” para el cual necesitaba su apoyo incondicional. ¿Acaso todo el mundo sabía, menos él? Cansado y muy abatido decidió tomarse el resto del día libre. Recogió algunos documentos, los metió a su maletín y salió de su oficina, sin despedirse de su secretaria ni de sus “amigos”, sin modales; como si existieran aún los modales, piensa.
Te dirigiste al estacionamiento y ahí buscaste tu camioneta plateada, te subiste a ella y emprendiste tu viaje hacia tu casa, pensando en lo sucedido, dándole vueltas al asunto, tratándole de encontrar pies y cabeza. No lo podías creer, Medina; ¿En qué te habías metido? Siempre fue tan explícita la corrupción. Sabías que la libertad de expresión jamás se respetaría en un militarismo, Medina. Sabías que tus ideologías chocarían con la dictadura, pero tú tenías la extraña esperanza de que esta fuera una dictadura “justa”. Pobre imbécil, piensas. Tu hipocresía en los negocios, Medina. Tu oportunismo en la política. Eras un aristócrata más, uno más del montón. La escoria, piensas. ¿Qué harías, Medina? ¿Renunciarías al régimen? ¿Renunciarías a toda una vida de privilegios? Todo se lo debías al régimen. El Mercedes del año. El Newton College. El Regatas. La casa en Santa María. Tus acciones. Tu vara. Tu escoria. Tu yugo. ¿Serías capaz de renunciar a tus “derechos” como burgués?
Y fue ahí cuando encontraste la respuesta a tus dudas, a todas tus interrogantes, fue ahí cuando el bichito de la incertidumbre se hizo humo: un ómnibus se había atravesado en tu camino y estuviste a punto de chocar; de morir, piensas.
Final 1:
Toda tu vida pasó frente a tus ojos en un segundo y fue ese lapso de tiempo el que te tomó para decidirte al fin: seguirías con el régimen, seguirías pretendiendo compartir sus ideas, apoyarías las restricciones, callarías cuando sea necesario y defenderías al régimen con tu vida. Como un buen patriota, piensas. Como un buen burgués. Y mañana y todos los días alguna parte dentro de ti querrá sublevarse, pero no lo permitirías pues jamás romperías tu cadena. Jamás te desharías de la escoria, tu escoria.
Final 2:
Toda tu vida pasó frente a tus ojos y fue ese lapso de tiempo el que te hizo reflexionar y el que hizo que tu ética resurgiera de entre los escombros de la corrupción, para así poder  sentir nuevamente esa sed de justicia nacional por la cual luchaste siempre, en la cual te inspirabas para hacer marchas llenas de fervor patriótico, buscando tan sólo la equidad, la justicia y la fraternidad, buscando que la toma de la Bastilla no haya sido tan sólo un capricho francés. Llegarías mañana a Palacio y le comunicarías a Javier que renunciarías a tu cargo de diputado y le pedirías discreción. Retomarías tu carrera de ingeniero e iniciarías algún proyecto, quizás una constructora, aún tenías los contactos, Medina; la vara, piensas. Sabías muy bien que a partir de ese momento estarías renunciando a los privilegios anteriormente vividos, que a partir de ese momento te estarías deshaciendo, por fin, de la muy criticada y, siempre, sucia etiqueta de burgués; sabías muy bien que a partir de ese momento, quizás, tu familia te odiaría, pero ellos no podrían jamás entenderlo pues tu idiosincrasia siempre fue compleja, Medina; algo heterodoxa para algunos desdichados que le atribuían a la democracia el concepto de leyenda urbana, pero no para ti. Estabas convencido, Medina, que a partir de ese instante te ganarías el rencor de muchos que te darían por orate, pero nunca se enterarían que lo hiciste por tus ideas, como un guerrillero, piensas; por tu país y sobre todo por la muchedumbre que aún tenía la esperanza de que en el gabinete por lo menos uno tenía conciencia moral; por Cahuide, Medina.

domingo, 29 de mayo de 2011

Amor y Paula

“Tu escepticismo me impactó desde la primera vez que te vi, te mantenías siempre impertérrita ante cualquier hecho, inmutable; incluso llegué a creer que pertenecías a esos grupos que habían surgido por aquel tiempo: los hippies; el día que descubrí que tu música preferida era el reggae mi hipótesis fue comprobada. Paula, la hippie. Amor y paz, pensé. A partir de ese momento quise inmiscuirme mucho más en tu vida, en tu rutina, pues me parecía interesante tu perspectiva del mundo; eras simplemente diferente, fabulosamente diferente. Las salidas, los raves, el humo hipnotizador y tu sonrisa hicieron que cada vez me adentrara más en aquel mundo de relajo, de tranquilidad; de paz, pensé.
Pero fue quizás en Cerro Azul cuando disfruté de tu compañía en toda su plenitud. Recuerdo que les dije a mis viejos que era una fiesta en tu casa; amaba la sensación que la adrenalina traía consigo cuando no decíamos la verdad. Tomamos un bus juntos, escapando de la urbe, del humo limeño, de Lima, la gris. Nunca nos importó mucho lo que murmuraba la gente a nuestras espaldas. Éramos simplemente dos personas libres que vivían el existencialismo al máximo, que no les importaba ni el pasado ni el futuro, solo el presente, Paula. Llegamos a la playa cerca a las diez, tu cabeza reposaba sobre mi hombro y ahora dormías como un ángel, un “ángel rasta”. Te desperté cuidadosamente y bajamos del bus, caminamos hasta la playa y ahí alquilamos un par de sombrillas, las cuales instalamos cerca al mar, pues sabíamos que las olas no eran tan fuertes; por eso escogió esta playa, pensé. Nos recostamos sobre nuestras toallas, con los audífonos puestos; cuando no escuchábamos reggae, la bossa-nova era nuestra única segunda opción. Y ahí estábamos los dos, echados, relajados. A la media hora me levanté y te invité a caminar por toda la orilla, pero te tenía guardada una sorpresa, Paula: el muelle. Conversamos mientras íbamos caminando, me gustaba mucho la brisa marina y el reflejo del sol en tu cabello era sosegador, al llegar al muelle tus ojos se iluminaron y corriste hacia el borde, me invitaste a sentarme a tu lado.
A contemplar el ocaso, pensé. Nos quedamos mirando el cielo por largo tiempo, era imposible describir la sensación de la cuenta regresiva, era inefable. Creí haber visto una lágrima en el momento en el que el sol desapareció por completo, te volteaste y me di cuenta que en efecto tus ojos estaban vidriosos, tu mirada emanaba una congoja única, pero al ver tu sonrisa, comprendí que en realidad no era tristeza sino todo lo contrario, la felicidad y la grandiosidad del momento te habían emocionado, fue ahí cuando descubrí que eras igual a todos, un ser humano más, una adolescente más: con sentimientos y emociones; descubrí que al igual que yo, tú también eras más sentimental; más melancólica. A partir de ese momento consideré a nuestra amistad como un poco más íntima, pues había descubierto a la Paula sentimental, a la Paula que se podía emocionar hasta llorar. Pero aun así siempre fue difícil de poder darle un concepto exacto al tipo de amistad que teníamos, era difícil ponerle una “etiqueta”, por lo que siempre decidimos dejarlo ser, al criterio de la gente porque éramos conscientes de que así éramos felices y que esa era nuestro tipo de amistad, de que esa era la amistad que buscamos durante toda nuestra vida: sin ataduras, sin prototipos; sin etiquetas, pensé.”
―Y… ¿Qué te parece?―preguntó André ― ¿Te gustó?
Paula miraba ahora el horizonte, como si buscara la respuesta entre el cielo, ahora con un tono rojizo, y el mar.
―Estoy sorprendida―dijo Paula―, no puedo creer que hayas escrito sobre mí y de una manera tan sublime.
De nuevo la Paula sentimental, pensó André,
―Me gusta tu estilo―añadió Paula―. Gracias.
Él se levantó, la abrazó muy fuerte agradeciéndole por su grandiosa amistad, y le dio un beso en la mejilla, como dos grandes amigos; como dos patas, piensa.
Se levantaron realmente extasiados y emotivos, y decidieron “desquitarse con el mar”; cogió cada uno su respectiva tabla y se dirigieron al agua; avanzaron lo suficiente como para correr una buena ola, ella vaticinaba los mejores “tubos”, ella conocía muy bien al indomable Neptuno; como yo a ella, piensa él. Nadaron sobre sus tablas y en el momento oportuno se subieron a ellas, mantuvieron el equilibrio, esperando recorrer la mayor distancia; él estaba feliz, ambos lo estaban. Correrían un par de olas más y luego regresarían a sus casas, quizás después la invitaría a comer, o a pasear por el malecón como cuando recién nos conocimos; quizás, piensa.

sábado, 14 de mayo de 2011

Flashback

Para Reggina, porque somos caligramas de una pluma vanguardista.



-¿Alguna vez sentiste amor por mí?-dijo Santiago.

Me pregunté muchas veces eso, Luciana. Sé que quizás era una pregunta dura en este momento, pero en algún momento tenía que hacértela. No tienes la menor idea de cómo cada día me arrepiento de no habértela preguntado antes; desde el día en que las clases culminaron y cada uno tuvo que tomar caminos diferentes por las carreras elegidas me di cuenta que en realidad este sentimiento era más fuerte de lo que yo creía, era un sentimiento puro y original, el amor en su máxima expresión. Día y noche pensaba en ti, las clases de psicología me ayudaron a entender que lo que tenía era una represión de emociones, pero aun así intenté lidiar con eso y hasta me acostumbré ¿sabes? Pero habían veces en las que me preguntaba dónde estarás, qué harás, y era en esos momentos cuando me ponía a escuchar música que me hiciera acordar a ti y que reforzaran, inconscientemente, aún más mis sentimientos hacia ti; y por defecto comenzaba a escribir, a redactar pequeñas historias de adolescentes, de amores juveniles situados en una época en la cual las barreras no existían.

El resto de mi vida transcurrió entre esa literatura bohemia y nocturna, y las constantes salidas a lugares que consideraba como fuentes de inspiración, llámense parques, suburbios, malecones y bares donde conseguía, la mayoría de veces, que el trago sea mi musa; siempre con un cigarro en la boca, absorbiendo el humo, aquel humo que me adormecía hasta reír, al cual llegué a considerar como un amigo, un amigo que me alejaba de la realidad por unos segundos, que me hacía soñar y alucinar, alucinar sobre ti, Luciana. Y así transcurrió mi vida, Luciana; hasta hoy, hasta hace unos minutos cuando camino al parque te encontré, cuando vi tu esbelta figura, tu naricita respingada y tus hermosos ojos color caramelo, cuando te hice la pregunta que durante toda mi vida me carcomió el cerebro; y ahora veo tu cara: aterrada y sorprendida. Pero aún quedan esperanzas en mí, Luciana; intento leer tus labios que pronuncian palabras que por la emoción del encuentro no logro entender.

-Sí te amé-dijo Luciana-. Siempre te he amado.

No lo podías creer, una luz irradió tu sonrisa, Santiago; tus gestos se iluminaron y ahora la abrazabas y la llenabas de besos. Tratando de demostrarle con esas caricias en su rostro que viviste pensando en ella, tratando de contarle tu historia sin usar las palabras porque era inefable ese instante, era imposible siquiera intentar describirlo; tratando de contarle toda tu vida tan sólo en un segundo y por medio de la mirada; tu mirada.