domingo, 29 de mayo de 2011

Amor y Paula

“Tu escepticismo me impactó desde la primera vez que te vi, te mantenías siempre impertérrita ante cualquier hecho, inmutable; incluso llegué a creer que pertenecías a esos grupos que habían surgido por aquel tiempo: los hippies; el día que descubrí que tu música preferida era el reggae mi hipótesis fue comprobada. Paula, la hippie. Amor y paz, pensé. A partir de ese momento quise inmiscuirme mucho más en tu vida, en tu rutina, pues me parecía interesante tu perspectiva del mundo; eras simplemente diferente, fabulosamente diferente. Las salidas, los raves, el humo hipnotizador y tu sonrisa hicieron que cada vez me adentrara más en aquel mundo de relajo, de tranquilidad; de paz, pensé.
Pero fue quizás en Cerro Azul cuando disfruté de tu compañía en toda su plenitud. Recuerdo que les dije a mis viejos que era una fiesta en tu casa; amaba la sensación que la adrenalina traía consigo cuando no decíamos la verdad. Tomamos un bus juntos, escapando de la urbe, del humo limeño, de Lima, la gris. Nunca nos importó mucho lo que murmuraba la gente a nuestras espaldas. Éramos simplemente dos personas libres que vivían el existencialismo al máximo, que no les importaba ni el pasado ni el futuro, solo el presente, Paula. Llegamos a la playa cerca a las diez, tu cabeza reposaba sobre mi hombro y ahora dormías como un ángel, un “ángel rasta”. Te desperté cuidadosamente y bajamos del bus, caminamos hasta la playa y ahí alquilamos un par de sombrillas, las cuales instalamos cerca al mar, pues sabíamos que las olas no eran tan fuertes; por eso escogió esta playa, pensé. Nos recostamos sobre nuestras toallas, con los audífonos puestos; cuando no escuchábamos reggae, la bossa-nova era nuestra única segunda opción. Y ahí estábamos los dos, echados, relajados. A la media hora me levanté y te invité a caminar por toda la orilla, pero te tenía guardada una sorpresa, Paula: el muelle. Conversamos mientras íbamos caminando, me gustaba mucho la brisa marina y el reflejo del sol en tu cabello era sosegador, al llegar al muelle tus ojos se iluminaron y corriste hacia el borde, me invitaste a sentarme a tu lado.
A contemplar el ocaso, pensé. Nos quedamos mirando el cielo por largo tiempo, era imposible describir la sensación de la cuenta regresiva, era inefable. Creí haber visto una lágrima en el momento en el que el sol desapareció por completo, te volteaste y me di cuenta que en efecto tus ojos estaban vidriosos, tu mirada emanaba una congoja única, pero al ver tu sonrisa, comprendí que en realidad no era tristeza sino todo lo contrario, la felicidad y la grandiosidad del momento te habían emocionado, fue ahí cuando descubrí que eras igual a todos, un ser humano más, una adolescente más: con sentimientos y emociones; descubrí que al igual que yo, tú también eras más sentimental; más melancólica. A partir de ese momento consideré a nuestra amistad como un poco más íntima, pues había descubierto a la Paula sentimental, a la Paula que se podía emocionar hasta llorar. Pero aun así siempre fue difícil de poder darle un concepto exacto al tipo de amistad que teníamos, era difícil ponerle una “etiqueta”, por lo que siempre decidimos dejarlo ser, al criterio de la gente porque éramos conscientes de que así éramos felices y que esa era nuestro tipo de amistad, de que esa era la amistad que buscamos durante toda nuestra vida: sin ataduras, sin prototipos; sin etiquetas, pensé.”
―Y… ¿Qué te parece?―preguntó André ― ¿Te gustó?
Paula miraba ahora el horizonte, como si buscara la respuesta entre el cielo, ahora con un tono rojizo, y el mar.
―Estoy sorprendida―dijo Paula―, no puedo creer que hayas escrito sobre mí y de una manera tan sublime.
De nuevo la Paula sentimental, pensó André,
―Me gusta tu estilo―añadió Paula―. Gracias.
Él se levantó, la abrazó muy fuerte agradeciéndole por su grandiosa amistad, y le dio un beso en la mejilla, como dos grandes amigos; como dos patas, piensa.
Se levantaron realmente extasiados y emotivos, y decidieron “desquitarse con el mar”; cogió cada uno su respectiva tabla y se dirigieron al agua; avanzaron lo suficiente como para correr una buena ola, ella vaticinaba los mejores “tubos”, ella conocía muy bien al indomable Neptuno; como yo a ella, piensa él. Nadaron sobre sus tablas y en el momento oportuno se subieron a ellas, mantuvieron el equilibrio, esperando recorrer la mayor distancia; él estaba feliz, ambos lo estaban. Correrían un par de olas más y luego regresarían a sus casas, quizás después la invitaría a comer, o a pasear por el malecón como cuando recién nos conocimos; quizás, piensa.

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