Beto camina lentamente en la acera, ensimismado y absorto en sus pensamientos, dobla a la derecha y prosigue hasta llegar a la cuadra cinco. Ahí espera sentado viendo a la gente entrar al bar por unos tragos. Se concentra mucho; su mente vuela a remotos lugares que solía visitar gracias a aquel polvito mágico que “un huevón de por ahí” le dio; sin embargo, esta vez no había aspirado sino el mismo aire contaminado muy propio de Lima. Quizás fui yo, piensa, solo yo. Se pregunta: ¿Placebo?
Las gotas gordas de una aparente fuerte lluvia descienden estrepitosamente hasta llegar a la superficie, ahí comienzan a surgir pequeñas sombras que van cubriéndolo todo de a pocos. Había sido ese un muy frío invierno, pero a Beto no parecía importarle. Llueva o no llueva daba lo mismo, piensa. Desde aquel verano en la cárcel no había vuelto a ver el sol sobre Lima, majestuoso y radiante, llenando de luz las calles y las almas, piensa; desde aquel verano una coraza había crecido alrededor de él y era ese blindaje personal el que lo protegía de cualquier monzón de sentimientos, de remordimientos, piensa. Sin embargo, los pensamientos aún circulaban en su cabeza y su mente, transportándolo a aquellas lecciones con el doctor Krebs, un catedrático obstinado en inculcar la teoría freudiana en cada uno con el que dialogaba; donde el esquema mental fue lo que más llamó su atención. ¿Sería posible, Beto? ¿Serías como ese gran iceberg? ¿Un estudiante común y silvestre en la superficie, y un gran antagonista en tus cimientos? Aun así, tu ideología senderista se inició con el materialismo dialéctico de Solórzano; a partir de ese momento, la hoz y el martillo se tatuaron en tu alma y en tu mente, las escuelas filosóficas que convergieron inicialmente con tu bisoño pensamiento universitario se apartaron completamente de tu cabeza, y tus idolatrías las absorbió por completamente un peculiar personaje de apellido Guzmán: jefe y cabecilla de una “escuela” recién formada que te hizo ver el mundo con otros ojos. Con el tiempo esa nueva perspectiva se fue consolidando hasta convertirse en un canon de tu propio movimiento.
Cambiaste desde ese momento. Siempre muy a la defensiva, Betito; tu rostro se tornó totalmente adusto y, en tu mundo, creíste ser un justiciero, un idealista único que había nacido para acabar con la aristocracia y la injusticia. Te llenaron de mierda la cabeza, Betito. Pobre Beto, ¿te sentías especial?, ¿fue eso? ¿O fue que te gustó tu nueva pinta, porque atraía más mujeres en las reuniones de tu logia? ¡Eran putas, Betito!, les pagaban para ilusionarte, te hacían creer. Pero ya era tarde, todos esos “dogmas” ya habían penetrado tu ser por completo y como un robot te movías de acuerdo a las indicaciones de Guzmán, eras una ficha más en ese tablero creyendo ganar la partida. Como si existiera siquiera partida alguna, Betito.
El tiempo transcurrió y seguiste “madurando” como justiciero, tu constancia de adultez fue aquella gran metralleta. ¿Lloraste ese día? ¿Lo consideraste un honor?, ¿a cuántos te “encargaron”, Betito? ¿Diez, doce, veinte tombos? Y llevabas sus placas como trofeo y agradecimiento a tu seudodios, un seudodios que de perfección no tenía absolutamente nada. Pero ahora te encontrabas solo, abandonado, aún sediento de “justicia” y con tan solo una navaja en el bolsillo. ¿A quién habías visto? ¿O te era habitual sentarte en Alcanfores a las 10 de la noche “viendo a la gente pasar”? No lo creo, Betito.
Beto mira su reloj: diez y cuarto. La lluvia había cesado y él estaba un poco mojado. Se levanta y mira de reojo por la ventana del bar y lo ve ahí sentado y riéndose, el conchesumare. Sus ojos se llenaron de ira, parecía una fiera a punto de atacar a su presa.
Ketín Vidal otrora mayor de la policía; el hijueputa que me encerró, piensa. El hijueputa que junto a otros lograron capturar a gran parte de aquel movimiento subversivo, matando a muchos de los integrantes y desgraciándoles la vida a muchos otros.
La mano le tiembla, se para y toca su bolsillo abultado por la navaja como si fuera a darle energía. Entra en pánico. Se tranquiliza. Le suda la frente. Se tranquiliza. Le tiemblan las piernas pero aun así quiere vengarse.
- Conchetumare.
Beto entra estrepitosamente con navaja en mano directamente hacia donde estaba Vidal. La gente entra en pánico y se oculta donde puede. De pronto se oye un disparo y todo se suma en un silencio absoluto.
Pasó tan lento, Beto. Sentiste que algo caliente caía por tu piel: el líquido rojo corría mezclándose con las gotas de la lluvia y tiñéndolo todo a su paso, todo se desvanecía a su alrededor. Te caías y el charco de sangre se formaba de a pocos como la lluvia. Esto no debería estar pasando, piensas. Él debió morir, no tú. ¿Pero en qué te habías equivocado? Tú no podías equivocarte. Ni siquiera allí, Betito. Ni siquiera allí te dabas cuenta de la utopía en la que estabas inmerso. El frío comenzaba a apoderarse de ti, la coraza no te servía en ese instante. Te desangrabas y nadie te ayudaba; te morías y todos impertérritos ante la escena, te morías y nadie hacía nada. ¿Por qué?, te preguntas. Te morías como un soldado más creyendo haber hecho lo correcto; morías como un peón desorientado que creía estar en el sendero correcto, en el sendero luminoso de la justicia, pero no eras otra cosa que una ficha más del montón, cegado por esa “luminosidad”. Una ficha que nunca supo que el jaque mate ya se lo habían hecho hace mucho tiempo.